Nada es más despreciable que el
respeto basado en el miedo. Albert Camus.
Nada es más despreciable que
sentar cátedra de forma falaz, es decir, en base a desconocimiento. Cuando
abordamos cuestiones que se emponzoñaron con sangre, el común ha de ser muy
prudente con sus palabras pero sobre todo con sus hechos.
Y es este el principio que nos
lleva a la rabia más oscura y a la amargura que nos derrota el ánimo, pues entender
que la sacra institución que representa a todos los catalanes, es decir, el
Parlament de Catalunya, acoja como gentilhombre a alguien que bramó jaleando a
ETA y que aún hoy justifica la violencia del pasado sin hacer acto de
contrición, no debería hollar nuestra tan costosamente recompuesta conciencia.
Arnaldo Otegi podría ser un
referente del pasado para indicarnos cuál es el camino equivocado, pero nunca
un prescriptor de futuros. Es digno, valiente y necesario el perdonar para
facilitar la resolución de los conflictos, pero para construir algo justo y
bueno, no puede olvidarse aquello que nos hizo daño.
Hace ya demasiados años que mi
vida entroncó con Euskadi, amé su realidad apasionadamente y sin reservas, pero viví hechos que me roban la calma cada vez
que asaltan mi memoria. Aquellos hechos hacen que hoy no pueda mantener cerrada
mi boca y sea el dolor lo que hilvane mi discurso.
¿Saben los dignos parlamentarios
catalanes algo de lo que sucedió en el País Vasco hasta que se llegó a la
eufemística paz?, ¿creen realmente que tempus fugit y que ya nada pesa de su
pasado?, ¿consideran que el dolor vive sometido a una grata analgesia?. Me
permito responderles, no tienen ni puñetera idea los muy indocumentados.
He visto con mis ojos cadáveres
con la cabeza reventada y sangrando como un atún de almadraba, he visto como se
aplaudía en un comedor de empresa la muerte de dos seres humanos considerados
enemigos, he conocido personas dignas trabajando para otros por haber tenido
que cerrar sus empresas por la presión de la mafia etarra y su patriótico
impuesto revolucionario, he visto como un terrorista excarcelado regresaba a
sus casa y la viuda de una de sus víctimas debía seguir viviendo en el mismo
edificio que su verdugo, he visto lágrimas de tensión mientras Ernest LLuch
gritaba a una masa indigna que le amenazaba de muerte por hablar de paz y les
agradecía sus gritos pues mientras gritaban no mataban, he visto el miedo en
los rostros de los parroquianos de un bar
un domingo cuando entraba según que vecino y me he visto a mí mismo, frente a
la Catedral de Donosti, siendo invitado a dejar de opinar e implicarme para
evitar así que me “sucediese algo”. Sí, he visto muchas cosas que los
parlamentarios de mi país no pueden ni imaginar.
Y ahora, tras este seriado de
visiones dantescas, les diré que nunca puse en duda que el diálogo era el único
camino si deseaba con todo corazón que los vascos viviesen en paz. Siempre supe
que las partes sabían de antemano que el más que claro desacuerdo tenía como
derivada regresar a un nefasto punto de anclaje. Por ello, con vehemencia casi
infantil, perseveré en que no podíamos rechazar ningún aspecto a negociar.
Entendía, mejor dicho, entendíamos que lo único factible era multiplicar las
alternativas prácticas para no atarse a una sola y enfermiza posibilidad, pues la
no aceptación de esta dinámica siempre aboca de nuevo en la confrontación.
Bien, imaginarán ustedes que esa
pléyade de aspectos a negociar también incorporaba la gestión de los muertos.
Sí, los muertos, no toca irse ahora a los cómodos eufemismos como la indigna
definición “víctimas del conflicto”. Llegados
a ese punto podía aceptarse incluso el obviarse la innegable hemeroteca,
pero no cabía en nadie digno nacido de madre que los asesinos pudiesen
vanagloriarse de sus actos.
Habrán de entender, aunque no
conozcan los hechos, que el Señor Otegi forma parte de aquellos vascos que
aceptaron como lícita la mayor de las indignidades, pues afirmaban sin reparo
que unas vidas tienen más valor que otras. Eso, en valor absoluto se denomina
fascismo y comprenderán ustedes que no pueda aceptar que un fascista ultraje la
sagrada casa de la Democracia.
Pues lo dicho, Otegi campora.
POLITICA ES MORAL
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