Sorprenderse,
extrañarse, es comenzar a entender. José Ortega y Gasset
En el hacer de cada día se nos dan oportunidades
para reflexionar sobre lo que vivimos. En ese mismo acto de preguntarnos sobre
las razones de lo que a nuestro alrededor acontece, empezamos sin duda, a
intuir soluciones.
Que esperanzador resulta compartir los foros propios
y aquellos a los que somos invitados, cuan útil resulta explicarnos. Si
definimos nuestra propia posición, planteamos nuestra verdad y escuchamos la de
los demás, nos alejamos de los prejuicios y del propio credo. Entendemos, si se
me permite la expresión, que “cada uno está en su casa y Dios en la de todos”…
Poco tiempo atrás, tras la publicación de una
entrada cuyo título versaba “Catalán y persona”, recibí un toque de atención
por parte de un amigo. Sin empachos ni lisonjerias se declaró en respuesta a mi
escrito como “español y persona”. Me hizo ver que categorizar el concepto
persona y relacionarlo con el territorio en el que éste viva, no es tan solo
falaz, es un error de grado. Primero personas y después gentilicios, pues son
necesidades las que unen y nos separan los dogmas que muchas veces nos
auto-otorgamos.
Si nos diésemos un pequeño espacio a la duda y a la
empatía, saldríamos del largo túnel del españolismo antagónico que de la
firmeza dogmática hace y ha hecho vía. No cabe duda de que no hemos sabido
establecer los puentes que permitiesen que las diferencias fuesen riqueza, no
hemos sabido relacionarnos de forma franca y llana, no hemos sabido explicar el
pasado como el origen de un futuro común y estructurado.
En cualquier caso, los plurales son falsetes, el
hablar de todos es, cuando menos, injusto. En lo que en Cataluña llaman la
posición de los españoles, la posición del Estado, existen grandes errores y
permítanme la presunción, me explicaré de muy buen grado.
Si nos dejamos llevar por el tópico, por la
tradición no escrita, los españoles dirían que catalanes y vascos han robado la
mejor de las savias que España ha generado. Durante la común historia de los
dos últimos siglos, las sinergias económicas no han sido nunca sociales,
siempre fueron de casta. Las oligarquías de todo el territorio (incluidas las
llamadas nacionalidades históricas) han medrado sobre sistemas injustos para la
ciudadanía. El que podíamos llamar tercer estado, aquel que representó a la
población más desfavorecida (objetivamente la mayoría) siempre se vio sometida
a la voluntad de las élites económicas que mantuvieron bien alimentados a los poderes fácticos
subsidiarios (políticos, iglesia y ejército). Mientras España fue un imperio,
se sufrieron conflictos internos y el país aguantó (recordemos las guerras
carlistas y la Primera República con su planteamiento confederal). Fue tras la
pérdida de Cuba y Filipinas cuando el llamado desastre socio-económico se
agudizó. Empezó la emigración entre
territorios y así, en la más que lícita búsqueda de medios de vida, las
poblaciones de las provincias más pobres acudieron a aquellas más activas en el
aspecto económico. Esta situación empieza a finales del siglo XIX y llega al
principio de los años setenta del siglo pasado.
Bien, setenta y cinco años vieron un sangrante
conflicto africano, la “dictablanda”
de Primo de Rivera, la crisis de 1929, la Segunda República, la Guerra Civil y la
larga oscuridad de la dictadura nacional-católica franquista. Mientras se
sufría tan aciago periodo, la población no reconoció antagonismos por razón de
“nacionalidad”, el español “medio” sobrevivió como pudo y buscó su lugar de
vida allá donde había trabajo. El trabajo no lo atesoraban territorios, sino minorías poderosas que
impusieron sistemas productivos con necesidad de mano de obra.
Las relaciones injustas entre patronales y
trabajadores fueron configurando la necesidad de una lucha que rompiese el
sistema establecido. Así la ideología hablaba de clases, de derechos sociales,
de acceso a la educación, en resumen, hablaba de justicia. Pero más tarde, el
mismo camino que nos llevaba a una democracia supuestamente representativa y
guiada por el bien común, generó estructuras extrañas a nuestra propia realidad
(al menos en el imaginario ciudadano) y para mantener estas, se pontificó una
clase política que fue estructurando sus propios feudos que garantizaban su propia
perpetuación y subsistencia. El café para todos generó esperpentos de utilidad
más que cuestionable y así, de aquellos polvos estos lodos…
Pero la economía parecía ser capaz, el crecimiento
de la misma tranquilizaba y narcotizaba las conciencias. Oligarquías y fácticos
poderes campaban a sus anchas, mientras, la población descubría ser clase media
y teniendo coche y pagando hipotecas, de la realidad se fue olvidando y todos
nos fuimos durmiendo. Y llegó la crisis. Cuando el cuerno de la abundancia secó
su mágico caudal, despertamos como por ensalmo. Nos dimos cuenta de que nos
habían engañado, supimos que lo que creíamos seguro fallaba por la base.
Apreciamos que lo poco o mucho que con trabajo se había ganado, era pecata minuta en relación a lo que una minoría
había robado.
Pero disculpen la extensión de la reflexión
planteada, aún no se ha acabado. En realidad, lo más arriba explicado podría
decirnos que el despotismo que abogaba por la ignorancia ciudadana cayó por sus
propios pecados, ¿no parecería lógico?. Pues no ha sido así, el sistema está
tan engrasado que a pesar del fallo sistémico se ha salvado y goza de buena
salud. Los herederos de Goebbels, aprendieron hacen tiempo que repetir una
mentira hasta la saciedad, la convierte en verdad. Si además la aderezamos con
carencias básicas para el iluso votante (paro, recortes, pobreza) los mitos
renacen como el Fénix y de las diferencias se forjan armas arrojadizas.
Así, el mejor y más eficaz método para inhibirse de
la propia responsabilidad es echarle la culpa a un tercero demonizándole la
faz. Cuantas conversaciones se dan en este sentido, proponiendo el conocimiento
como base para prosperar, tantas son que
parece increíble, más muy pocas parecen en comparación al cacareado mantra “o
ellos o nosotros”.
Lo que suceda con el Estado no es un tema de
poblaciones que acusen a sus vecinos de “vivir mejor a su costa”, no es un tema
de que sean “los más ricos los que más deban colaborar”. Se trata de empezar a
pensar bajo un concepto social, entendiendo que estamos cubriendo con banderas
la verdadera necesidad de reflotar la economía y por ende el bienestar.
Sin duda, a pesar de las tensiones, muchos también
se esfuerzan más allá del Ebro . Un esfuerzo continuado de entendimiento a
pesar de no compartir posiciones, a pesar de un estado inmovilista e incapaz, a
pesar de los tópicos de la España carpetovetónica, muchos hacen gala de una
voluntad de hierro para no atrincherarse, para buscar zonas comunes. No en
balde es en el conflicto donde aparecen las oportunidades. Españoles y
personas, si, ahí están…
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