Hace muchos años yo asistía a las
concentraciones de las juventudes cristianas de la Comunidad de Taizé.
Movimiento ecuménico que busca el entendimiento entre todas las confesiones del
cristianismo, tiene para quien escribe una figura emblemática: el Papa Juan
XXIII. El que un día calzó las sandalias del Pescador, estableció que el
siguiente paso, tras dotarnos de una conciencia cristiana alejada de los
antagonismos del pasado, debía ser el entendimiento con el resto de religiones.
De hecho, al Concilio Vaticano II fueron convocados los representantes de todas
aquellas formas en las que intentamos dotarnos de trascendencia invocando el
nombre de Dios, también los musulmanes.
Bien, el alojamiento de los
jóvenes que nos desplazábamos a Francia era atendido por cristianos voluntarios
que pertenecían a parroquias del área de París. A mí me correspondió convivir con
una particular familia residente en Issy-les-
Moulineaux compuesta por un matrimonio sin hijos, dos perros malteses y un
abuelo jubilado que había sido oficial paracaidista. No hablando yo francés,
nos comunicábamos en inglés, ya que el patriarca, en todos sus años en la
milicia, lo aprendió durante la Segunda Guerra Mundial, el conflicto de
Indochina y la Guerra de Argelia.
Personas de mente abierta, tenían
una fe enorme pero a su vez una visión del mundo plural y apreciaban -quizás
por los conflictos vividos- la diversidad humana como una gran riqueza y no
como un problema. Curiosamente, a pesar de su pasado militar, el abuelo afirmaba
sin fisuras que el futuro pasaba por el respeto y el entendimiento entre
culturas y religiones. Insistía con vehemencia en que los jóvenes debíamos ver,
como había defendido el Papa Roncalli, que tendríamos futuro si llegábamos a
saber construir sobre lo que nos une y no sobre lo que nos separa. Sus relatos
sobre los combates en los que había participado, siempre finalizaron con una
proclama por la paz, pues según decía, él sabía mejor que nadie lo que era la
muerte. Me cogía una mano y me preguntaba si creía que en ella sobraba algún
dedo. Aquel sorprenderte militar humanista, al final de una vida de sufrimiento
padecido e infligido, sin duda, era un maestro de vida.
A la hora de cenar, se bendecía
la mesa y la fórmula utilizada versaba como sigue: “Señor de los mil nombres, bendice esta mesa y a todos los que se
sientan a ella”. La primera vez que la escuché observaron mi cara de
sorpresa y la nuera del veterano me indicó -siempre traducida por el abuelo- que por mucho que pretendamos ponerle nombres, si Dios ha de existir, sin duda
es el mismo para todos. Revelación intuida para un imberbe, la lección me ha guiado
toda la vida y me ha ayudado a tender puentes en lugar de destruirlos.
Por otra parte, el pragmatismo
acompañó siempre todas las reflexiones que aquellos adultos ofrecían a un
adolescente como yo. Analizaron todo el orbe como si del patio de su casa se
tratase y supieron transmitir conceptos llenos de contenido pero adecuados a mi
mente de aquel momento de inmadurez. El heredero de la familia mantenía que
precisamente como persona de fe debía
aceptar la separación de la religión y del Estado. En ese principio se había
construido un mundo más justo y alejado de los dogmas que nos habían llevado,
en tantas ocasiones, a masacrarnos. Yo
hacía algunas preguntas, entre ellas una captó su atención, les pedí su parecer sobre el Islam ya que en base a las opiniones que me mostraban, este estaba en
franca contradicción con las mismas ya que consideraba los preceptos de fe como
una forma de organizar la sociedad.
El abuelo tomó el relevo en este
punto, empezó la frase con un murmullo sostenido y afirmó en pocas palabras que
aquí estaban los problemas del futuro si
se seguía mirando a otro lado. Se vino arriba y puso en cuestión la forma
relacional entre occidente y oriente, criticó el sometimiento de las colonias
con criterio económico y observó, muy a su pesar, que el camino sería largo si
la solución eran las dictaduras del mundo árabe sostenidas por Europa. Siguió
hablando de los banlieues, arrabales de las grandes ciudades francesas y de la más que
evidente segregación de los mismos a
causa de las grandes masas de población musulmana sobre la que no se realizaba
una verdadera labor de integración en los valores de la República (le encantaba
repetir la expresión). Finalizó profetizando que sería muy difícil evitar
conflictos si la inmigración no se incorporaba
a la Democracia como ciudadanía de pleno derecho. Tomó un sorbo de
calvados, y de forma casi inaudible afirmó que si no se conseguía, lo inmediato
sería une guerre.
Transcurría la Navidad de 1983,
ha llovido mucho, es cierto, pero plantados en el primer cuarto de un nuevo
siglo, es algo manifiesto que de nada sirvió el posicionamiento de hermandad de
un viejo combatiente que pretendió junto a muchos predicar con el ejemplo. Hoy
los paracaidistas patrullan por el Trocadero y los valores de occidente están
sometidos al miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario