Empezaré por pedir disculpas. Han
de saber que desearía no reconocer en mi pasado ni en mi presente antagonismo
contra nada o nadie, pero he de reconocerles que mentiría. Hay motivos para una
amargura que hace volar por los aires los puentes que construyo y sé, que de mi
más profunda humanidad –como una ponzoña- hoy surge la irracionalidad que clama
sajar y batir.
Miren, he tenido una vida plena y
llena de matices. Puedo afirmar que las asimetrías y las diferencias me
ayudaron a perseverar en la idea de que el entendimiento es la única fórmula de
futuro para una sociedad, pero también aprendí que de buenas intenciones, los
cementerios están llenos. Como bien indicó Jean-Baptiste Poquelin, no es
solamente por lo que hacemos, sino también por lo que no hacemos, que somos
responsables de lo que suceda en nuestro entorno. Molière viene al caso y me
resulta útil, pues apelando a su obra “El enfermo imaginario”, les digo que
andamos mirándonos el ombligo en males que no lo son y dejamos de lado los remedios que deberían facilitarnos una
verdadera calidad de vida.
Somos hipocondríacos con lo
insustancial pero descuidados con las plagas que nos empecinamos por ver lejos.
Creemos en aquello de que nunca habrán de llegarnos las pestilencias de otras
tierras y no queremos ver que la sociedad en red, hace ya mucho tiempo que hizo
desaparecer las fronteras. En definitiva, estamos inmersos en una guerra que
deseamos silenciar pero que en realidad, se cobra demasiadas bajas. No
corresponde recurrir a los galenos que prescriban ungüentos y cataplasmas, es
tiempo de expeditivos cirujanos y de dejarnos de cuentos.
Desgastado por una realidad que
no entiendo, me entesto en abonar la tesis de los sentimientos y el respeto a
los derechos humanos, pero no quiero engañar a nadie, cada vez me resulta más
difícil tender la mano y aceptar explicaciones a lo que ya es inexplicable.
Creo que enfermizamente me autoengaño y me niego el propio fracaso, pero la
verdad es que cuando me miro al espejo, me sé derrotado. No habrá vuelta atrás,
no debe ni puede haberla, pues lo
políticamente correcto, la fatua voluntad de contentar a todo el mundo, nos
segará la hierba bajo los pies. Quedan ya los puentes muy lejanos y siento
dolor por no desear cruzarlos. El Islam es suprematista y no aceptará más
que una manera de relacionarse, una sola dirección, imponer su verdad y someter
todo aquello que se signifique para ponerla en cuestión.
En el pasado he encajado con
templanza y cierto sentimiento de culpa, las valoraciones que condenaban a
Occidente por su etnocentrismo, he querido conocer y abonar la tesis de la
soberbia de la tradición judeo-cristiana y su supuesto rechazo al mundo
musulmán, pero ya basta, hasta aquí. Nunca vi diferencias entre un atentado en
territorio europeo, africano o asiático y siempre ponderé lo salvaje e inútil
de los mismos. ¿Somos culpables?,¿debemos guardar silencio frente a un peligro
cierto?, no, ni por asomo nos lo podemos permitir. La mal llamada
diferenciación cultural no justifica nada, pues frente a nosotros se yergue un
leviatán de mil cabezas que no reconoce fronteras y cuyo cerebro desdibuja la
individualidad y construye la idea de la umma.
Sí, el concepto describe una realidad supranacional que hace, de los musulmanes,
ciudadanos autentificados por su fe y no por la legalidad de los países en los
que residen, trabajan y paren sus progenies.
La población musulmana guarda
silencio y con el mismo pareciera justificar la violencia como una consecuencia
natural de nuestra degradación, pero es curioso que persevere en seguir
medrando en un mundo indigno a sus ojos. Si tan malnacidos somos, ¿qué hace que no pongan los pies en
polvorosa?. Sin duda el acomodo es positivo, pero algo malsano sucede, pues
hasta terceras generaciones de musulmanes siguen sin sentirse parte de aquellos
países de los que tienen nacionalidad. Es un dato objetivo, los terroristas que
actúan en Europa, son nacidos en el continente. Así pues, existe una quinta
columna que actúa entre nosotros. Lo comentaba antes, la enfermedad no está lejos,
contamina nuestra cotidiana realidad y corresponde reaccionar.
¿Saben?, sé que el pasado está
lleno de agravios y que el presente sigue siendo injusto. Aborrezco la
hipocresía de las cancillerías occidentales en sus falsos discursos mientras
comercian con estados islámicos que niegan la dignidad a la mujer y hacen del
dogma de fe la norma social, pero reflexionar en ese sentido no inhabilita
hacerlo en otro. Si yo hubiese ido a recoger a mi hija a la salida de un
concierto y un terrorista suicida residente en mí ciudad, en nombre de Alá, le
hubiese arrancado la vida, toda respuesta violenta me hubiese parecido poca.
¿Qué piensan nuestros compatriotas musulmanes tras un atentado?, ¿qué piensan
realmente?, creo que muchos callan y consienten, pues en su propia fe
encuentran justificaciones para que muera gente.
Un hartazgo me resulta ver a los
falsos progresistas hablar del esfuerzo de las mujeres musulmanas por romper
las tradiciones de su cultura. Gentes débiles me resultan cuando entienden que
una mujer, en pleno siglo XXI, deba luchar por liberarse. Me siento ofendido,
agredido y maltratado, no por un grupo social que condena mi fe o mi forma de
vida, me siento traicionado por unos gobernantes que niegan el problema de
nuestro tiempo y se entestan en mirar a otro lado. Creo que mis compatriotas,
mis vecinos, mis hermanos que comulgan en el Islam callan y seguirán callando.
Creo que no comparten nuestro dolor y por el contrario, exigen que bajemos la
cabeza y renunciemos a una legalidad que nos ha costado cinco siglos conseguir y
que hemos abonado con millones de muertos.
Lo siento, estamos en guerra y el
enemigo está entre nosotros.
POLITICA ES MORAL
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