Ayer tuve una revelación, una de
las buenas, una de aquellas que te llegan sin ningún tipo de pre-aviso, es decir,
de las que impactan.
Asistía como espectador a un
partido de fútbol sala que jugaba mi hijo y empezando la segunda parte del
mismo, el sol me impactó directamente en los ojos y me obligó en varias
ocasiones a cambiar de localidad. En ese proceso el marcador cambió de guarismo
muchas veces, tantas como cinco que fueron exactamente los goles que encajó el
equipo de mi vástago.
Viendo la debacle, recordé otros
muchos encuentros y por ende a los integrantes de las escuadras contrincantes.
En ese punto, antes de que el colegiado pitase el final del match, abandoné la
grada y me fui a hacer la compra semanal al puñetero Metadona.
Bien, mientras empujaba el carro
del supermercado y depositaba los productos sin ningún interés apreciado, me
marqué un objetivo que demasiado tiempo he obviado. He decidido ser un mal padre
de una vez por todas, un verdadero y eficaz mal padre. De hecho creo que la
frase hace tiempo que espera ser vomitada y hoy abandono la química para evitarme
la acidez y el regurgitar: como siga intentando ser amigo de mi hijo, el pobre
será huérfano.
Y ese es el tema y no otro,
nuestra generación ha caído en una tontuna absoluta, nos entestamos en arropar
a nuestros hijos de una manera enfermiza, les generamos con nuestra
sobre-protección altos niveles de ansiedad, ninguna tolerancia a la frustración
y un enfermizo individualismo que les arroja a un desconocimiento absoluto de
una verdad inapelable hoy y en toda la historia de las organizaciones humanas:
todo requiere un esfuerzo pues nada es gratis.
Nosotros los padres nos hemos
dejado caer en brazos de la mayor etapa de consumo conocida en la economía
mundial y nos hemos abandonado a la idea de que por el hecho de ser padres,
nuestros hijos ya tienen derecho a todo lo que les podamos dar. De hecho los
niños nos marcan el criterio de consumo e incluso el endeudamiento familiar. ¿Qué
nos sucede?, ¿sabemos realmente ofrecer a nuestra progenie lo que les convierta
en adultos útiles?.
Al finalizar la compra y mientras
cargaba la misma en el coche, recibí una llamada de uno de los padres con los
que comparto el universo deportivo de mi chaval. Me preguntó por mi espantada y
miren ustedes, corto y raso, le conteste que hasta aquí habíamos llegado, que entonaba
el mea culpa y que el final del partido indicaba la necesidad de un cambio en
el cuadro técnico, como padre debía ser sustituido. Pareció sorprenderse, pero
cuando reflexioné en el sentido que rezuma este escrito, pareció entender y me
otorgó la razón
.
Fui un niño feliz, no lo duden.
Registré incidentes en mi infancia como todos mis amigos, hube de ganarme unas zapatillas
nuevas aprobando un curso completo, no una asignatura. Ir al cine era una
fiesta que premiaba verdaderos méritos en relación a las necesidades de mi
casa, comer fuera sucedía muy de cuando en cuando y así, sentarse en un
restaurante era algo casi de ensueño. En definitiva, el esfuerzo y el
compromiso en el seno familiar, la escuela y también en el deporte –escolar en
el aquel tiempo-, era la medida de todas las cosas.
Nuestros hijos han perdido la
inquietud ante los imponderables, les hemos transmitido que nada cambiará, que
todo es estable y ellos, por su parte, han interiorizado que tienen derecho a
exigir pues han aprendido que antes de abrir la boca ya tienen lo que en ese
momento puedan haber deseado. No lo estamos haciendo bien, se da la paradoja de
que niños perfectamente educados son verdaderos inútiles a la hora de
desenvolverse de forma autónoma.
Nos aterra que no sepan hablar
idiomas, les buscamos profesores particulares hasta para hacer macramé, si
existe algún conflicto relacional en la escuela, el equipo en el que jueguen,
en el vecindario o allá donde se encuentren, en lugar de empujarles a la
auto-gestión nos gastamos los dineros en psicólogos, terapeutas y no sé cuantos
más adláteres que cubran y disimulen nuestra propia inoperancia. ¿Les duele la
crudeza de mis argumentos?, de eso se trata precisamente, de eso se trata.
Lo dicho, me voy a volcar a eso
del padre malo malote que no carga la mochila de su hijo al salir del colegio,
que no le aguanta el bocata en la mano mientras el nene va mordisqueando y que no
pierde el culo para comprar una consola de última generación basándome en que
el crio es diligente y se porta bien. ¡Puñeta!, eso es lo que debe ser, va con
el cargo de ser hijo y no debe premiarse, ¿me dirán que no?.
Me recuerdo a mí mismo partidos
en los que criticaba la actitud de algunos niños de poblaciones o barrios
eufemísticamente llamados desfavorecidos. Esos críos se dejaban la piel en todo
momento y ¿saben?, la razón es muy clara, juegan y hacen vida en la calle, no
pueden tener todo lo que desean y así, lo poco o mucho que consiguen, lo viven
en triunfo y no como un derecho adquirido. Ahí y no en otra parte radica el
secreto de sus éxitos.
Cambio de tercio. Asumamos la
responsabilidad, no se trata de que planeta le dejaremos a nuestros hijos, se
trata de que ciudadanos le dejaremos a este cansado y perplejo mundo.
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