Este pasado fin de semana, unos
buenos amigos colgaron una foto desde Andorra en una de las plataformas de
internet que compartimos. Acompañaba la instantánea un cuerpo de texto que
describía, a la perfección, la imagen que todos tenemos del país de los
Pirineos: “¡Día primaveral en Andorra!, ¡nieve y shopping!.. Feliz finde gente guapa”.
Bien, ya me conocen, los procesos
mentales de este servidor de ustedes son un tanto extraños y me vino a la
cabeza que en un no tan lejano 1993, Andorra aprobó por referéndum su segunda y
vigente Constitución. La primera la redactó en 1934 un ruso espabilado que se propuso
a sí mismo como Rey y que tras un corto reinado de 13 días, acabó detenido,
esposado y expulsado del país. En cualquier caso, el buscavidas eslavo, supo
ver que el territorio que pretendía gobernar era un rentable reducto feudal
fuera de lugar en pleno Siglo XX.
La ubicación de Andorra, en esa
frontera natural que representa la Cordillera Pirenaica, ha hecho del minúsculo
reducto un objetivo estratégico de los poderes que controlaron, a través de la
historia, lo que hoy conocemos como España y Francia. Desde la Edad Media hasta
nuestros días, los andorranos han servido y se han servido de los conflictos e
intereses de aquellos que mandaban a uno y otro lado de sus fronteras. De
hecho, el punto de acuerdo que la realidad impuso a principios del Siglo XIX, tras
la caída de Napoleón, restableció el
condominio sobre el país que define una
jefatura del Estado compartida entre el obispo de la Seo de Urgell y el Rey de Francia (hoy el Presidente de la
República Francesa), a los que se les denomina copríncipes.
Todo gobierno ha necesitado una
caja oscura en la que enterrar secretos y fortunas de origen inconfesable, ese
y no otro ha sido el papel jugado por Andorra en su dilatada historia. No
pretendo ofender a ninguno de los 77.000 habitantes del principado, pero sus
siete parroquias (llámenles ustedes demarcaciones) han sido un tablero del que
las potencias europeas han hecho terreno neutral para negociaciones secretas,
base de espionaje, negocios oscuros, contrabando y para esconder dinero -digamos
prudentemente- ilícito.
Existen otros estados en el
ámbito europeo que son apéndices que las necesidades inconfesables de los
poderes continentales. Liechtenstein, San
Marino, Mónaco, el Vaticano, Suiza y también Andorra son, a todas luces, paraísos
fiscales. Su apreciable prosperidad es fruto de acoger y normalizar lo que no
puede hacerse dentro de las legalidades de las orgullosas democracias de
occidente. Decía Montesquieu que desaparecen más estados por la depravación de
las costumbres que por la violación de las leyes, no cabe duda de que los
países como Andorra preservan las falsas dignidades de sus sostenedores.
No hace muchos meses, visité el Principado
a causa de un partido de futbol que debía jugar allí mi hijo menor. Tras cruzar
la frontera me impactó un enorme cartel
publicitario que protagonizaba una entidad financiera andorrana y cuyo eslogan
les detallo: “confíe en nosotros”. ¿Daban por hecho que un visitante y/o
turista tendría algún interés en un banco andorrano?. Miren, les aseguro que lo
primero que me provocó el tema fue una sonrisa y tras la misma se me escapó un
improperio que no me permitiré reproducirles por prudencia. En cualquier caso
no ha lugar a escandalizarse pues la historia ya es demasiado vieja.
En resumen, aquel anuncio
fronterizo me aportó luz allí donde existían dudas. Si yo hubiese sido un Pujol
y al llegar a Andorra me hubiesen ofrecido confianza, hubiese corrido a
ingresar el dinero fruto de mi esfuerzo
y trabajo. Puñeta, es que las almas pequeñas del pueblo llano no
entienden nada. ¿Comprenden ahora que el país de los Pirineos mereciese un
monarca como Boris I?.
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