Hace pocos días, recordando al fundador
de la Escuela Moderna, el pedagogo Francesc Ferrer i Guardia, me sumergí como
en otras muchas ocasiones en aquello que denominamos la responsabilidad paterna.
¿Saben?, vine a darme cuenta de
que estamos perdiendo el futuro en nuestro presente. No, no exagero y sé que
habrán de sentirse ofendidos por lo que a partir de este punto, de desearlo,
podrán leer. Ya saben, la verdad es tan desagradable que todos preferimos
taparla con un saco, pero les soy sincero, no estoy por la labor
.
Se supone que engendramos y
parimos hijos con alguna finalidad, pues negarnos esa idea es aceptarnos como
homínidos no evolucionados y carentes de criterio. Uno desearía pensar que
procreamos para hacer del mundo un lugar mejor, pero atendiendo a la vox
populi, todo buen padre que se precie se empodera y exclama -cada vez que puede-
que padece por el mundo que les habrá de dejar a sus hijos. Somos tan tontos y egoístas
que no nos da la gana pensar en que de lo que se trata es de no permitir que
imbéciles de nuestra sangre horaden la superficie de este planeta. Sí,
imbéciles de nuestra sangre, ni más ni menos.
Hagamos un ejercicio, echemos la
vista atrás y visualicemos nuestro pasado. No el de la gran historia, visualicemos
el nuestro, el de nuestra casa. ¿Cuál era el principio básico relacional en el
hogar?, sencillo, los padres eran los referentes y los hijos actuábamos en
consecuencia. La cosa era sencilla, unos mandaban y otros obedecían. Se
respetaban los roles y así, niños y niñas debían ganar relevancia en base a
méritos, no podían esperarse dádivas no merecidas.
Erramos con avaricia
implementando un modelo en el que la relación paterno-filial debía ser
igualitaria, un modelo en que todo debía ser consultado y negociado. De
aquellos polvos estos lodos y así nos luce el pelo. Hoy los cachorros mandan en
las manadas y así acaban siendo unos absolutos incapaces, pues terminan por no aprender
las técnicas que habrían de dotarles de futuro. Sin duda han de repugnarnos las
relaciones basadas en el miedo, pero hemos derivado hacía un extremo en que
hemos despreciado una máxima relacional a todas luces indispensable: eso tan
olvidado que llamamos respeto.
Pasea uno sus días y escucha por activa
y pasiva la típica excusa de mal pagador: claro, el sistema está tan mal que
poco podrán hacer mis hijos. Es una cómoda mentira que a todos conviene, ¿me
dirán que no?. Somos tan majos y tenemos tanta necesidad de confort que en aras
de estar tranquilos no dudamos en hinchar el buche a unos pollos que de
natural, deberían recibir como poco un bufido y como mucho un bofetón bien
diseñado.
Lo siento, estoy hasta las
gónadas de escuchar a canijos prescribir las compras en los supermercados,
elegir su ropa y calzado con cinco años, exigir regalos sin considerar su precio
o los méritos necesarios para acceder a ellos y lo peor de todo, estoy asqueado
de observar como de forma grácil y tranquila, los pequeños tiranos afirman que todo
lo que observan, es suyo. Es más, cuando alguna cosa se tuerce en el camino de
nuestros hijos, cayendo en la más absoluta de las ignominias, afirmamos que
nada malo hizo nuestro descendiente, que todo fue culpa de maestros, padres de
amiguitos que no son ejemplo, familiares que no están a la altura y si se
tercia, del cambio climático que sin duda les afecta…
Miren, huelga el comentar que a los
sectores poderosos de la sociedad, ahora y siempre les interesa una masa de
comunes poco dispuesta al esfuerzo y al conocimiento. Como decía el tristemente
finado Ferrer i Guàrdia, el poder ha sabido sustituir religión y dogma por un
peculiar sentimiento laico de ciudadanía: yo compro en Media Markt, yo no soy
tonto. ¿Lo ven?, ahí hemos radicado nuestra pedagogía como padres, en un remedo
del ser por el tener.
Este domingo, en un acto
solidario en el que me implicaré siempre, repartía globos a los niños y niñas
que se acercaban. La ilusión al recibirlos era de dispar intensidad, pues regalar
un globo en nuestros tiempos es como dar
un escupitajo, pero una niñita de unos cuatro años me rompió los
nervios. Su padre se acercó a la mesa, sin mediar saludo o conciliadora sonrisa
le dijo a la nena que cogiese un globo. Procuré ser simpático, le pregunté su
nombre y me miró con absoluta indiferencia mientras tiraba sin miramientos de
la varilla del inflable. El padre no se inmutaba y así, le ayudé a sacar su
regalo que a todas luces, para ella, era un derecho adquirido.
Pero no acabó ahí la cosa. Siendo
la nena y su augusto padre de armas tomar, respiré al verles alejarse, pero
sucedió que varilla y globo se separaron, la nena montó en cólera y entonces sí
que el ejemplo de padre que la acompañaba exigió, como debe hacer un progenitor
responsable que se lo cambiara. Afirmé que tan solo debía encajar otra vez
varilla y la base del globo, pero aquel dechado de virtudes exclamó como si en
ello le fuese el honor patrio: ¿se lo vas a cambiar o no?, ha dicho que no
quiere este.
Bien, acabo la historia. Cambié
el globito para hacer feliz a la dulce y cariñosa niña. Eso sí, mientras le sonreía
en la permuta, se me desbocó el seso y a pensando a toda voz le dije: me cago
en tu padre.
Echo de menos la zapatilla
tele-dirigida de mi madre, pueden creerme.
POLITICA ES MORAL
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