martes, 18 de octubre de 2016

ME CAGO EN TU PADRE.


Hace pocos días, recordando al fundador de la Escuela Moderna, el pedagogo Francesc Ferrer i Guardia, me sumergí como en otras muchas ocasiones en aquello que denominamos la responsabilidad paterna.

¿Saben?, vine a darme cuenta de que estamos perdiendo el futuro en nuestro presente. No, no exagero y sé que habrán de sentirse ofendidos por lo que a partir de este punto, de desearlo, podrán leer. Ya saben, la verdad es tan desagradable que todos preferimos taparla con un saco, pero les soy sincero, no estoy por la labor
.
Se supone que engendramos y parimos hijos con alguna finalidad, pues negarnos esa idea es aceptarnos como homínidos no evolucionados y carentes de criterio. Uno desearía pensar que procreamos para hacer del mundo un lugar mejor, pero atendiendo a la vox populi, todo buen padre que se precie se empodera y exclama -cada vez que puede- que padece por el mundo que les habrá de dejar a sus hijos. Somos tan tontos y egoístas que no nos da la gana pensar en que de lo que se trata es de no permitir que imbéciles de nuestra sangre horaden la superficie de este planeta. Sí, imbéciles de nuestra sangre, ni más ni menos.

Hagamos un ejercicio, echemos la vista atrás y visualicemos nuestro pasado. No el de la gran historia, visualicemos el nuestro, el de nuestra casa. ¿Cuál era el principio básico relacional en el hogar?, sencillo, los padres eran los referentes y los hijos actuábamos en consecuencia. La cosa era sencilla, unos mandaban y otros obedecían. Se respetaban los roles y así, niños y niñas debían ganar relevancia en base a méritos, no podían esperarse dádivas no merecidas.

Erramos con avaricia implementando un modelo en el que la relación paterno-filial debía ser igualitaria, un modelo en que todo debía ser consultado y negociado. De aquellos polvos estos lodos y así nos luce el pelo. Hoy los cachorros mandan en las manadas y así acaban siendo unos absolutos incapaces, pues terminan por no aprender las técnicas que habrían de dotarles de futuro. Sin duda han de repugnarnos las relaciones basadas en el miedo, pero hemos derivado hacía un extremo en que hemos despreciado una máxima relacional a todas luces indispensable: eso tan olvidado que llamamos respeto.

Pasea uno sus días y escucha por activa y pasiva la típica excusa de mal pagador: claro, el sistema está tan mal que poco podrán hacer mis hijos. Es una cómoda mentira que a todos conviene, ¿me dirán que no?. Somos tan majos y tenemos tanta necesidad de confort que en aras de estar tranquilos no dudamos en hinchar el buche a unos pollos que de natural, deberían recibir como poco un bufido y como mucho un bofetón bien diseñado.

Lo siento, estoy hasta las gónadas de escuchar a canijos prescribir las compras en los supermercados, elegir su ropa y calzado con cinco años, exigir regalos sin considerar su precio o los méritos necesarios para acceder a ellos y lo peor de todo, estoy asqueado de observar como de forma grácil y tranquila, los pequeños tiranos afirman que todo lo que observan, es suyo. Es más, cuando alguna cosa se tuerce en el camino de nuestros hijos, cayendo en la más absoluta de las ignominias, afirmamos que nada malo hizo nuestro descendiente, que todo fue culpa de maestros, padres de amiguitos que no son ejemplo, familiares que no están a la altura y si se tercia, del cambio climático que sin duda les afecta…

Miren, huelga el comentar que a los sectores poderosos de la sociedad, ahora y siempre les interesa una masa de comunes poco dispuesta al esfuerzo y al conocimiento. Como decía el tristemente finado Ferrer i Guàrdia, el poder ha sabido sustituir religión y dogma por un peculiar sentimiento laico de ciudadanía: yo compro en Media Markt, yo no soy tonto. ¿Lo ven?, ahí hemos radicado nuestra pedagogía como padres, en un remedo del ser por el tener.

Este domingo, en un acto solidario en el que me implicaré siempre, repartía globos a los niños y niñas que se acercaban. La ilusión al recibirlos era de dispar intensidad, pues regalar un globo en nuestros tiempos es como dar  un escupitajo, pero una niñita de unos cuatro años me rompió los nervios. Su padre se acercó a la mesa, sin mediar saludo o conciliadora sonrisa le dijo a la nena que cogiese un globo. Procuré ser simpático, le pregunté su nombre y me miró con absoluta indiferencia mientras tiraba sin miramientos de la varilla del inflable. El padre no se inmutaba y así, le ayudé a sacar su regalo que a todas luces, para ella, era un derecho adquirido.

Pero no acabó ahí la cosa. Siendo la nena y su augusto padre de armas tomar, respiré al verles alejarse, pero sucedió que varilla y globo se separaron, la nena montó en cólera y entonces sí que el ejemplo de padre que la acompañaba exigió, como debe hacer un progenitor responsable que se lo cambiara. Afirmé que tan solo debía encajar otra vez varilla y la base del globo, pero aquel dechado de virtudes exclamó como si en ello le fuese el honor patrio: ¿se lo vas a cambiar o no?, ha dicho que no quiere este.

Bien, acabo la historia. Cambié el globito para hacer feliz a la dulce y cariñosa niña. Eso sí, mientras le sonreía en la permuta, se me desbocó el seso y a pensando a toda voz le dije: me cago en tu padre.

Echo de menos la zapatilla tele-dirigida de mi madre, pueden creerme.

POLITICA ES MORAL

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