Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 dieron lugar dos días más tarde a la proclamación de la Segunda República Española. Desde ese momento y hasta el nefasto golpe de estado del 18 de julio de 1936, nuestro país vivió uno de los periodos más ilusionantes de su historia.
La Carta Magna republicana puso a España -en relación a los derechos sociales- a la cabeza de la Europa occidental. Pero la Constitución fue un texto preñado de futuro que no consiguió convertirse en una herramienta útil para solventar los problemas de aquel presente en el que se redactó. La República constituyó el precedente mitificado de nuestra actual Democracia y como todo mito debe ser analizado con la máxima objetividad.
Nuestro país tuvo una oportunidad en el periodo republicano, pero pesaron más los siglos de atraso que arrastraba. Por tanto, la desesperación de la masa social era tal, que no hubo tiempo para compensar la realidad de los diferentes grupos sociales, para dotarles de los medios de vida que estos necesitaban. El escenario de libertad que representó la República abrió la puerta a exigencias, reclamaciones y demandas basadas en agravios y carencias cimentadas durante muchas generaciones. Las voluntades del momento no pudieron dar rauda respuesta.
Decía Josep Pla: “es una enorme falacia querer construir una Constitución de papel sin tener presente el color permanente y las constantes conocidas del temperamento de este país”. El temperamento de este país…, ciertamente.
En 1931 -aún hoy- España era una entelequia, un collage de territorios marcados por la incultura, el sometimiento económico y el despotismo de las clases gobernantes. Mal inicio para una democracia de nuevo cuño, demasiados frentes abiertos, imposible pedir paciencia a un pueblo, que tras siglos, por primera vez tomaba conciencia de ser libre.
El gobierno no pudo correr más, no pudo construir estructuras de gestión prácticas que apoyasen la puesta en marcha de aquello que legislaba. Así, la ilusión del primer momento se convirtió en decepción e impaciencia por parte de los grupos sociales más desfavorecidos. A su vez, los poderes establecidos vieron las iniciativas republicanas como una agresión a sus intereses e iniciaron una deriva hacia la involución.
La República, en la voluntad de ajustar todo a derecho legisló en conciencia, pero se vio obligada a la imposición como fórmula habitual. La Revolución de Asturias y las revueltas de jornaleros como la de Casas Viejas (Cádiz), marcaron el punto de inflexión entre la esperanza y el descrédito.
En honor a la verdad, el primer gobierno de la incipiente República intentó fórmulas para acabar con los problemas de España. Pero sin embargo provocó una radicalización de posiciones entre las llamadas “derechas” e “izquierdas”. Las primeras aglutinaban a los grupos con poder que veían que las propuestas eran demasiado radicales y les desposeían de sus derechos (sin duda privilegios). Las segundas consideraban los planteamientos gubernamentales demasiado tibios y lentos.
Demasiados frentes abiertos…, preámbulo del fracaso.
Intereses de clase o casta, aspiraciones nacionalistas en Euskadi y Cataluña, necesidades perentorias de las masas obreras y campesinas, militares endiosados en su papel histórico de salvadores de la patria…, la pluma no podía ser más fuerte que la espada.
Todo se desmandó y cada uno de los actores de nuestra tragedia “tiró por lo derecho” y acabamos volcando el carro por el pedregal. La diferencia es que la derecha mandó prietas las filas y avanzó, por el contrario, la denominada izquierda republicana no fue tal. El territorio gubernamental se convirtió un reino de taifas en que cada uno procuró por sus propios intereses y se olvidó el interés común.
Un eslogan del momento reclamaba “Primero ganar la guerra, después la revolución”, no se consiguió. La llamada zona roja estaba inmersa en un caos generalizado, en una revolución en que cada región, comité local o milicia de partido marcaba sus políticas locales y se dotaba de medios según disponibilidad. El llamado Ejército Popular de la República se configuró tarde y lejos de posiciones que le permitiesen someter a los sublevados.
Un insigne republicano -mi propio abuelo- decía en sus últimos años que fue la República la que perdió la guerra, no la ganó Franco. Comparto su opinión por convicción y por conocimiento. Es por ello que me preocupa la imagen idílica que hoy, muchos pseudo-republicanos, dan de nuestra oportunidad más valiosa.
Facebook, twiteer y blogs se han llenado de “tricoloristas” que con arte y gracia opinan grandilocuentemente y comentan fotografías de la época con eslóganes sin duda falaces. Resulta épico reclamar la revolución, apelar a la lucha, exigir un mundo mejor., pero quedó en una idea, en una oportunidad, pero sobre todo en una decepción.
Me emociona ver ondear la bandera tricolor y el himno de Riego es mi himno, pero la República a la que aspiro está encerrada en un volumen gastado y polvoriento que se llama Constitución de la República Española. Unos políticos de salón la redactaron, aún hoy espera a un ejército social unido y popular que la defienda. ¡Salud y República!.
POLITICA ES MORAL