Cuando asistí a la representación
de “El Precio” de Arthur Miller, tomé conciencia –una vez más- de que hagamos
lo que hagamos, siempre provocaremos una u otra consecuencia. No podemos negar
que el carácter de una persona lo determinan los problemas que no puede eludir
y el remordimiento que le provocan los que ha eludido. Esta idea es aplicable
también a entidades de orden superior como las ciudades y entre estas, a
Barcelona.
Llevo tiempo observando como la
Barcino que aún conserva sus murallas, se ha degradado a niveles de un parque
temático financiado con capital de origen desconocido. Afirmo que nada queda de
aquella urbe en la que habitó Pepe Carvalho y que empezó su camino a la
indefinición allá por el 1986 con la adjudicación de los Juegos Olímpicos de
1992.
No se permitan acusarme de
involucionista, pues es bien cierto que Barcelona, antes de la Olimpiada, vivía
de espaldas al Mediterráneo, era gris y necesitaba recuperar el color. Pero
entender la cosa no facilita omitir los pecados por omisión y premeditación.
Abrimos la caja de Pandora y Barcelona se intuyó como un gran negocio. A
principios de los noventa se inició una especulación que en aras del beneficio
de corporaciones, grupos empresariales y no sé que otros actores económicos, ha
ido eliminando la personalidad de la ciudad vieja, del Eixample de Cerdà y de
los barrios, fuesen estos fruto de la asimilación de antiguos municipios (Sant
Andreu, Les Corts, Gràcia, etc) o consecuencia del desarrollismo de las décadas
de los sesenta y setenta del pasado siglo.
En consecuencia, es un hecho
objetivo que la ciudad empezó a expulsar a la ciudadanía de sus calles y se
abocó a un monocultivo llamado turismo. Se rompieron las correspondencias entre
la población que compraba y consumía en su entorno inmediato. Se elevó tanto el
precio de la vivienda (tanto de compra como de alquiler), que toda una
generación (la mía), buscó acomodo a las afueras de la capital. Las comarcas
limítrofes con el Barcelonés llegaron –en algunos casos- a triplicar la
población. Imaginen la derivada, Barcino quedó indefensa y se convirtió en una
ciudad abierta y sometida a intereses que nunca fueron reconocidos como propios
por sus antiguos habitantes.
Me permito insistir, el problema
relacional turismo-ciudadanía no es nuevo atendiendo a nuestra actualidad,
empezó hace casi treinta años. Era tan grato afirmar que éramos ricos que no
dudamos en poner a la venta el alma. De aquellos polvos estos lodos y ahora nos
enfrentamos a unos descerebrados que actúan como un remedo de kale borroka a la
catalana. Nada excusa semejante comportamiento, pero una cosa está clara,
cuando uno se ve perdido, a causa de la incomprensión y el miedo, hasta muerde la mano que pretende salvarle.
Vamos, quiero decir que el turismo genera actividad económica, pero también ha
desnaturalizado la personalidad de la ciudad, precisamente lo que le hacía
atractiva al visitante.
Una vez fui un niño que paseó de
la mano de sus padres por el Barrio Gótico, que comía en el Bar Los Hispanos
frente a la Catedral, que visitaba las librerías de viejo y que se encandilaba
con las jugueterías tradicionales. De hecho, el centro era un crisol de
establecimientos menestrales a cual más curioso y sorprendente. Miren, toda
jornada sabatina o dominical en el ombligo barcelonés me permitía descubrir
algún aspecto nuevo de la realidad social y económica de la ciudad en la que
nací. ¿Añoranza?, está claro, pero no vacía. Recuerdo a los turistas de aquella
época y puedo prometer y prometo que siempre tuvimos la sensación de que alucinaban
al pasear por las calles. En concreto, un día de julio de 1978, una pareja de
italianos preguntaron a mi padre en un aceptable castellano: “¿toda la
Barcelona es así?. Mi progenitor contestó que no, que el centro era más
especial que otros barrios, pero que Barcelona era una ciudad diferente. No
sabía si mejor o peor, pero sin duda diferente. El Señor azzurro rió con ganas
y mostró su acuerdo para añadir más tarde: ¡e vero!, no cambien nada. No se
trató de una conversación corta, compartimos una convidada antes de separarnos.
Aquellos italianos eran Romanos,
hijos de la Ciudad Eterna, pero quedaron encantados con la personalidad de
nuestra casa. Hoy no puedo evitar recordarlo, gentes de Roma ensalzando lo que
veían en Barcelona, me sorprendió y sorprende. Quizás, en aquel momento, todo
lo que representaba Europa nos hacía minusvalorar lo que teníamos al alcance de
la vista. Quizás ahí empezó nuestro pecado y seguro que despreciarnos a
nosotros mismos nos ha traído al lugar en el que ahora estamos. ¿Qué cuál es?,
sencillo, un destino turístico en el que aquellos que nos visitan esperan
alcohol y fiesta. En resumen, les importa un carajo la peculiaridad del
escenario del desmadre al que aspiran. ¿Lo
ven?, ni monumentos, ni historia, ni rincones peculiares y sí mucho Zara y
mucho MacDonals de los cojones. Hoy pasear por Barcelona no difiere en nada de
hacerlo por otras ciudades que cayeron antes frente a la voracidad del Imperio
de la globalización.
Bien, me regreso a comarcas.
Quede clara mi condena a los impresentables del colectivo Arran. Espero que no
se traten semejantes cuestiones como simples gamberradas, pues no puedo
imaginarme cómo podrían haber reaccionado unos policías de haberse topado con unos tipos
encapuchados atentando contra un autobús, encontrándonos como nos encontramos
en plena alerta terrorista. Pero amigos, aquí en el pecado tenemos la
penitencia, a la hermosa Barcelona se la están beneficiando las mafias legales
y perfectamente organizadas de los fondos de inversión.
No esperemos que nadie salve la
plaza. El ejército de la política se vendió hace ya mucho tiempo al beneficio
que les provoca la diáspora de sus votantes.
POLITICA ES MORAL