jueves, 3 de agosto de 2017

BARCELONA HA CAIDO


Cuando asistí a la representación de “El Precio” de Arthur Miller, tomé conciencia –una vez más- de que hagamos lo que hagamos, siempre provocaremos una u otra consecuencia. No podemos negar que el carácter de una persona lo determinan los problemas que no puede eludir y el remordimiento que le provocan los que ha eludido. Esta idea es aplicable también a entidades de orden superior como las ciudades y entre estas, a Barcelona.

Llevo tiempo observando como la Barcino que aún conserva sus murallas, se ha degradado a niveles de un parque temático financiado con capital de origen desconocido. Afirmo que nada queda de aquella urbe en la que habitó Pepe Carvalho y que empezó su camino a la indefinición allá por el 1986 con la adjudicación de los Juegos Olímpicos de 1992.

No se permitan acusarme de involucionista, pues es bien cierto que Barcelona, antes de la Olimpiada, vivía de espaldas al Mediterráneo, era gris y necesitaba recuperar el color. Pero entender la cosa no facilita omitir los pecados por omisión y premeditación. Abrimos la caja de Pandora y Barcelona se intuyó como un gran negocio. A principios de los noventa se inició una especulación que en aras del beneficio de corporaciones, grupos empresariales y no sé que otros actores económicos, ha ido eliminando la personalidad de la ciudad vieja, del Eixample de Cerdà y de los barrios, fuesen estos fruto de la asimilación de antiguos municipios (Sant Andreu, Les Corts, Gràcia, etc) o consecuencia del desarrollismo de las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo.

En consecuencia, es un hecho objetivo que la ciudad empezó a expulsar a la ciudadanía de sus calles y se abocó a un monocultivo llamado turismo. Se rompieron las correspondencias entre la población que compraba y consumía en su entorno inmediato. Se elevó tanto el precio de la vivienda (tanto de compra como de alquiler), que toda una generación (la mía), buscó acomodo a las afueras de la capital. Las comarcas limítrofes con el Barcelonés llegaron –en algunos casos- a triplicar la población. Imaginen la derivada, Barcino quedó indefensa y se convirtió en una ciudad abierta y sometida a intereses que nunca fueron reconocidos como propios por sus antiguos habitantes.

Me permito insistir, el problema relacional turismo-ciudadanía no es nuevo atendiendo a nuestra actualidad, empezó hace casi treinta años. Era tan grato afirmar que éramos ricos que no dudamos en poner a la venta el alma. De aquellos polvos estos lodos y ahora nos enfrentamos a unos descerebrados que actúan como un remedo de kale borroka a la catalana. Nada excusa semejante comportamiento, pero una cosa está clara, cuando uno se ve perdido, a causa de la incomprensión y el miedo,  hasta muerde la mano que pretende salvarle. Vamos, quiero decir que el turismo genera actividad económica, pero también ha desnaturalizado la personalidad de la ciudad, precisamente lo que le hacía atractiva al visitante.

Una vez fui un niño que paseó de la mano de sus padres por el Barrio Gótico, que comía en el Bar Los Hispanos frente a la Catedral, que visitaba las librerías de viejo y que se encandilaba con las jugueterías tradicionales. De hecho, el centro era un crisol de establecimientos menestrales a cual más curioso y sorprendente. Miren, toda jornada sabatina o dominical en el ombligo barcelonés me permitía descubrir algún aspecto nuevo de la realidad social y económica de la ciudad en la que nací. ¿Añoranza?, está claro, pero no vacía. Recuerdo a los turistas de aquella época y puedo prometer y prometo que siempre tuvimos la sensación de que alucinaban al pasear por las calles. En concreto, un día de julio de 1978, una pareja de italianos preguntaron a mi padre en un aceptable castellano: “¿toda la Barcelona es así?. Mi progenitor contestó que no, que el centro era más especial que otros barrios, pero que Barcelona era una ciudad diferente. No sabía si mejor o peor, pero sin duda diferente. El Señor azzurro rió con ganas y mostró su acuerdo para añadir más tarde: ¡e vero!, no cambien nada. No se trató de una conversación corta, compartimos una convidada antes de separarnos.

Aquellos italianos eran Romanos, hijos de la Ciudad Eterna, pero quedaron encantados con la personalidad de nuestra casa. Hoy no puedo evitar recordarlo, gentes de Roma ensalzando lo que veían en Barcelona, me sorprendió y sorprende. Quizás, en aquel momento, todo lo que representaba Europa nos hacía minusvalorar lo que teníamos al alcance de la vista. Quizás ahí empezó nuestro pecado y seguro que despreciarnos a nosotros mismos nos ha traído al lugar en el que ahora estamos. ¿Qué cuál es?, sencillo, un destino turístico en el que aquellos que nos visitan esperan alcohol y fiesta. En resumen, les importa un carajo la peculiaridad del escenario del desmadre al que aspiran.  ¿Lo ven?, ni monumentos, ni historia, ni rincones peculiares y sí mucho Zara y mucho MacDonals de los cojones. Hoy pasear por Barcelona no difiere en nada de hacerlo por otras ciudades que cayeron antes frente a la voracidad del Imperio de la globalización.

Bien, me regreso a comarcas. Quede clara mi condena a los impresentables del colectivo Arran. Espero que no se traten semejantes cuestiones como simples gamberradas, pues no puedo imaginarme cómo podrían haber reaccionado  unos policías de haberse topado con unos tipos encapuchados atentando contra un autobús, encontrándonos como nos encontramos en plena alerta terrorista. Pero amigos, aquí en el pecado tenemos la penitencia, a la hermosa Barcelona se la están beneficiando las mafias legales y perfectamente organizadas de los fondos de inversión.

No esperemos que nadie salve la plaza. El ejército de la política se vendió hace ya mucho tiempo al beneficio que les provoca la diáspora de sus votantes.

POLITICA ES MORAL